
Cuando se tienen hijos es imposible no mirar hacia nuestra propia niñez… Y más si fue hace tantos años y tan diferentes, no deja uno de asombrarse de lo mucho que puede cambiar de una generación a otra.
Hoy, después de un día especialmente complicado, en el que tuve que viajar más de una hora a un compromiso importante, que, dicho sea de paso, no resultó tan exitoso como esperaba, regresar en medio del tráfico, hambrienta, para llegar a mi casa y ponerme al corriente con el trabajo que había dejado pendiente, llegó Cristina como a eso de las 7:00 de la tarde, me tomó de la mano tranquilamente como diciendo “ya no es hora de trabajar” y me llevó hasta la puerta.
Entendí que quería salir, así es que decidí sacarla un ratito al pequeño lago artificial que está frente a la casa y en donde se juntan de repente patos y demás aves que habitan por estos lugares. Como era la hora en que los vecinos sacan a pasear a sus perros, Cristina no sólo quiso perseguir una garza, sino que corrió hasta el cansancio tras un perro, que a su vez perseguía una ardilla, mientras yo –por supuesto– corría detrás de todos ellos.
Cuando finalmente ambos (el perro y la niña) se cansaron, Cristina tomó mi mano y nos dirigimos de regreso a casa.
“¡Qué bien!”, pensé yo, repasando mentalmente todo lo que todavía tenía que hacer. ¡Ilusa, yo! Obviamente Cristina no tenía la más mínima intención de encerrarse en casa todavía y se siguió de largo corriendo por la banqueta. Con pequeños pasitos corría y corría, y yo detrás de ella, con mis mejores pantalones, una blusa de Brooks Brothers y mis perlas, pues no me había dado tiempo de cambiarme.
Casi al llegar a los escalones que dan a la puerta para entrar a la playa privada de Key Biscayne, que tenemos justo al final de nuestra calle decidí dar la vuelta y regresar, pero Cristina se tiró en el piso para no seguir caminando y hacer que yo entendiera que sus planes no eran ésos. Ahí fue cuando me dí cuenta que ¡me estaba llevando a la playa!
Desde que nos mudamos aquí me siento tremendamente afortunada de tener la playa a unos pasos de mi casa, y trato de ir frecuentemente con Cristina a disfrutar de los atardeceres en el mar.
La primera vez que fuimos Cristina aún cabía en el Baby Bjorn, después sobre la arena empezó a hacer sus primeros movimientos para gatear y comía toda la arena que lograba al yo distraerme.
Para mí, que crecí en el desierto y que vi por primera vez el mar a los 7 años, estas tardes sobre la arena contemplando la hermosura del Caribe junto a Cristina han sido de una conexión increíble, que me hacen reflexionar lo privilegiada que es al poder desde pequeña estar tan en contacto con la naturaleza, y que mientras yo a su edad lo más que podía aspirar era pasar un rato en el jardín de la casa, que para mí era lo más emocionante que existía en el mundo, ella puede besar la arena y las olas del mar.
Pues Cristina me llevó hoy hasta la entrada de la playa que, como es privada, está cerrada y sólo se puede acceder a ella con una llave la cual se puede obtener si eres residente de esta isla. Como no traíamos la dichosa llave, pensé que la aventura playera terminaría ahí (sinceramente no tenía ganas de ir con pantalón de vestir y zapatos cerrados). Mucha suerte tuvo la chavalita ésta que justo cuando llegamos se venía bajando de la camioneta una familia de argentinos con las mismas intenciones que ella.

Y entramos. Cristina corrió y, sí, yo detrás de ella. Finalmente vimos el mar, me resigné y me doblé el pantalón y me quité los zapatos para que no les entrara arena. A Cristina le quité sus tenis y descalzas nos dirigimos a la orilla donde nos recibió un cristalino y tranquilo mar sin olas. La playa, fuera de la familia argentina, estaba vacía.
No me importó que mis pantalones negros de vestir se llenaran de arena, ni la gran cantidad de trabajo que me esperaba en casa y simplemente disfruté de una de las más hermosas tardes que recuerdo.
Gracias a Cristina, que ahora fue ella quien llevó a su mamá al mar.