
Tengo que aceptar que desde que era niña me gustaban las pieles. Aún no había terminado la primaria cuando decidí que de regalo de Navidad quería un abrigo de piel de conejo.
No, la verdad, nunca pasó por mi mente que varios de esos simpáticos animales tuvieron que morir para que yo pudiera ir a mis fiestecitas de cumpleaños con una flamante chamarrita de piel de conejo blanca encima.
Recuerdo que eran los 80 y que José López Portillo gobernaba el País. Y, la verdad, no es que tenga que ver mucho con la moda infantil de aquellos tiempos, pero al vivir en Chihuahua, ésa era una prenda para la cual había que hacer un viaje especial a la ciudad de El Paso, Texas. Así es que mi papá me llevó, junto con un amigo de él, a comprar el tan deseado abrigo.
En mi mente vive el recuerdo de que fue un viaje que se hizo con mucho esfuerzo, que mi papá y su amigo se la pasaron hablando de la situación económica y del dólar, y que yo al pasar la primera aduana dije “¡voy a defender mi abrigo como un perro!”, causando la risa de los adultos, quienes me explicaron que si lo defendía como nuestro entonces Presidente defendió el peso, muy seguramente los aduanales confiscarían mi tan preciado regalo.
Usé tanto ese abrigo que terminó con los codos pelones y descocido en varias partes… Nunca más volví a saber de él.
Una década después, cuando iba ya a la universidad, llegó el zorro plateado a mi vida. Ése en realidad no lo pedí, fue una compra “necesaria”, pues al haber sido elegida para ser una de las princesas del Casino de Chihuahua, era indispensable que yo llegara bien cubierta a la ocasión. Así es que se realizó un viaje familiar nuevamente al otro lado de la frontera, esta vez propiciado por mi mamá, para ir a buscar los vestidos y el abrigo que llevaría yo. Mi mamá ya tenía una hermosa y larga piel que luciría también para esa ocasión.
Recién llegada de Suiza, en donde no precisamente estudié en una escuela para señoritas, y en donde algo de la austeridad con la que vivía la gente con la que me había tocado rodearme ya me había tocado alguna fibra profunda, el asunto del Casino me causaba algo de ruido. Sin embargo, no me opuse.
No sé si porque le causaba mucha ilusión a mi mamá, si porque en realidad quise aprovechar mi “momento de fama” para salir en las páginas del Heraldo de Chihuahua o si porque de plano estaba en la plena inconciencia y no veía lo que realmente significaba todo el asunto, pero seguí adelante con este proyecto muy a pesar de mi papá, quien siempre quiso evitar esos despliegues sociales y me decía que por favor no siguiera adelante con esa idea.
Pero como el plan continuó, llegó el día en el que celebré el Fin de Año de 1992 entrando al emblemático Casino chihuahuense enfundada con un largo vestido de lentejuela verde hasta el piso, una incómoda faja (las Spanx no existían…), el pelo con un tremendo copete y mi abrigo de zorro plateado cubriéndome. Después de ese día el abrigo se guardó en una funda y muy seguramente fueron contadas las veces que lo usé.
Al avanzar en mi paso por la universidad, como foránea en Monterrey, los eventos sociales, fuera de las fiestas y reuniones con mis compañeros de clases, dejaron de tener importancia. Me casé, y los eventos a los cuales asistía no requerían de piel alguna, así fuera el día más frío del año en esta ciudad. El zorro seguía guardado en su funda, y vio la luz sólo en un par de ocasiones en las que lo presté para que alguna de mis amigas quedara bien en la boda de algún familiar cercano.
Cuando la vida me llevó a Boston en el 2004 y después a Nueva York, mi mamá insistió en que era hora de que me llevara mi zorro plateado para que pudiera sacarle provecho “allá que sí hacía frío”. Llegué cargando el abrigo que fue directamente de un clóset a otro, y ahí se quedó.
El simple hecho de pensar en salir de mi casa en Brooklyn con ese abrigo me causaba vergüenza. Nadie en Sunset Park usa esos abrigos, aparte de que me daba pena el estar promoviendo la caza de animales. Y, bueno, ni se diga los recuerdos que me traía por haber participado en ese baile (que quizás, siendo sincera conmigo misma, era la razón de más peso) … ¡El abrigo debía quedarse escondido en donde estaba!
Mi amiga Cristina, quien fue algunas veces a Nueva York durante Fashion Week, era la que terminaba haciendo gala de él, lo cual me parecía muy bien, pero yo no me atrevía a usarlo. Traté de sacarlo algunas veces, pero definitivamente no era yo.
En este mes regresé a Nueva York a cubrir Fashion Week después de varios años y decidí darle una oportunidad más al abrigo, que ya tiene más de dos décadas, por lo que puede ya considerarse una pieza vintage.
Aunque sigo sin poder acomodar lo de la caza de animales en mi conciencia, el hecho de que los zorros que ya tuvieron que morir estuvieran colgados en un clóset en lugar de cumplir su función de abrigar bajo las despiadadas temperaturas neoyorquinas que se han registrado este año, me parecía una grosería aún mayor.
No sólo llegué a Lincoln Center y vi bastantes abrigos noventeros como el mío, sino que al sentirme tan calientita y resguardada debajo de esas pieles, no pude más que agradecer a mis padres por haberse tomado la molestia de todo el viaje para el numerito de Casino, y sentirme una verdadera ingrata por todas las veces que pasé fríos teniendo ese abrigo colgado.
El zorro y yo hemos hecho las paces.